domingo, 17 de enero de 2010


A mí desde luego no me sonaba para nada un tal Enrique Gómez Carrillo. Imaginemos un hispanoparlante tan exótico como guatemalteco nacido a fines del siglo XIX, protegido por el famoso nicaragüense Rubén Darío que viaja a la España de principios del siglo pasado, de camino visita París y se empapa de vanguardias y demás locuras artísticas y no tanto, colabora con la prensa española de la época, vuelve a París donde es cónsul de su país, traduce del francés y es nombrado comendador de la legión de honor y se casa varias veces, una de ellas, un matrimonio así como por en medio, con la famosa cupletista española Raquel Meyer, y en otra ocasión posterior con la que luego sería la esposa del aviador y escritor autor de El Principito, Antoine Saint Exupéry. Lo único que le falta a una vida así es que alguien la cuente, porque él lo que hizo fue ‘cubrir’ como se dice ahora las crónicas desde Extremo Oriente, fundamentalmente Japón, desde el verano de 1905 para El Liberal, de Madrid y La Nación, de Buenos Aires. Lo que cubría el corresponsal en esa exótica lejanía no era una guerra, sino una posguerra, la de la victoriosa nación que ganó la primera conflagración del siglo XX, que luego tendría montones más y con parte de los mismos protagonistas, como La Segunda Guerra Mundial.

El Japón heroico y galante se publicó en Madrid en 1912 por la editorial Renacimiento de Madrid y sus ejemplares son cotizadas piezas de caza de bibliófilos que ahora pone al alcance de cualquiera la gallega Ediciones del Viento con una preciosa edición que no desmerece de la original,

Pasen y deléitense con una prosa delicadamente rancia (como un alfajor en casa de la tía solterona), donde Tokio aún es ‘Tokío’ y los samuráis, “samurayes”, donde el reportero visita casas de putas y los kuruyamas arrastran penosamente los coches de alquilar. También hay batallas, destinos heroicos y, sobre todo, noticias de un país del que aquí se desconocía casi todo. Una exquisita delicia; abstenerse paladares toscos.

miércoles, 13 de enero de 2010

¡HAITI'!

Haití, el país más pobre América, y eso es ser muy pobre; es un lugar olvidado (¿Un no lugar?), el tercio occidental más negro y criollo de Santo Domingo. La pobreza no atrae este tipo de desastres (sí otros), pero multiplica sus efectos; un terremoto de esta misma escala y localización (superficial y a sólo quince kilómetros de la hacinada capital) hubiera provocado una fracción infinitesimal de mortandad en Japón.

El desastre lo inició el contacto de dos placas tectónicas en una zona muy propensa del planeta, pero las gentes eran tan vulnerables a esa telúrica cólera porque habían tenido que abandonar sus campos (‘dumping’ lo llaman técnicamente los economistas) de arroz y emigrar forzadamente a la capital. Los servicios sanitarios que no cubren necesidades mucho más elementales que las de una emergencia, la insoportable inflación en un país donde los precios de los alimentos básicos hacen que sean artículos de lujo, la presencia de un Estado que expolia e intimida, pero no protege a sus súbditos antes que ciudadanos.

Reina el caos, pero no sólo en Puerto Príncipe, un no lugar en el que nunca estuve, sino en las encallecidas mentes y corazones de los que tienen capacidad de decisión. Ahora se harán la foto ayudando, mandando dólares, alimentos o equipos con el dinero que primero robaron con el Intercambio Desigual, porque la pobreza no es un resultado inesperado e indeseado sino parte del Sistema, que quede claro.

No tengo palabras, sólo blasfemias, así que os dejo con Auden, uno de mis poetas favoritos.



Embajada (W.H. Auden)

Se disipó, al caer la tarde, la opresión del día;
Las altas cumbres pudieron divisarse; había llovido
A través de amplios prados y flores refinadas
Fluía el diálogo de los diplomáticos.
Dos jardineros les miraron los zapatos caros
y el chofer esperaba, leyendo algo apoyado sobre el manubrio,
hasta que ellos terminaran su intercambio de enfoques.
Parecía una escena perteneciente a la esfera privada.
Lejos de ahí, sin importar sus buenas intenciones,
las fuerzas armadas esperaban un error verbal
con toda la parafernalia dispuesta para dañar:
Y del encanto de ellos dependía
una tierra devastada, con sus jóvenes masacrados,
sus mujeres llorando y el pueblo bajo el terror.

(Versión de Germán Carrasco)

Bambi contra Godzilla

Bambi contra Godzilla

El niño que apenas sabe andar es probable que esté estudiando las posibilidades de un juego de habilidad y aventura que practicará algo más adelante, cuando le dejen salir solo al balcón: lanzar los güitos de las cerezas a las cabezas de los transeúntes y luego esconderse a tiempo, pero habiendo comprobado antes el blanco. La joven y bella mamá, aunque escasamente fotogénica, que le sostiene es en cambio tan buena que jamás habría urdido un jueguecito así. En realidad es enervantemente buena, como comenta a menudo la matriarca, su madre y mi abuela, hasta tal punto que Bambi a su lado parecería un asesino en serie. Y sigue hoy por hoy igual, así que no le ha debido ir tan mal. Como digresión os informo que si al altivo y cornudo papá de Bambi le mató un cazador, que para eso lo era, al propio cervatillo se lo cargó Godzilla de un pisotón, como se puede comprobar en un espléndido film de dibujos animados y nos cuenta el gran David Mamet, el guionista y director de cine y teatro, en su libro de recuerdos de idéntico título[1].Mamet es brillante y judío, caso de que eso no sea una redundancia, pero en lugar de aspecto de intelectual lo tienen de boxeador correoso. Mami y yo llevamos jerséis tejidos a mano, el mío modelo “golfo apandador”, un personaje del Disney menos ñoño que llevaba a antifaz y robaba al Tio Gilito. Mi madre además lleva una bata ligera de lunares y unos moñetes, o rulos o crenchas o yo que sé que me enternecen, qué le voy a hacer.



El libro es una delicia, sobre todo para los que nos gusta en buen cine.


[1] David Mamet: Bambi contra Godzilla, Alba editorial, 2008